
La plaza está perdidamente sola, vacía. Sus asientos de piedra fríos, aún cuando el abrasador sol de verano está alto, muy alto sobre la isla.
Los árboles llenos de hojas dibujan sus formas caprichosas sobre las piedras de la plaza, y el reloj desde la torre, lo mira todo quieto, como si el tiempo no pasara. A las cuatro de la tarde el pueblo duerme. Todo sigue igual, estático, ni un ruido. Por fin, las sombras cambian muy lentamente de posición, y las agujas del reloj las acompañan obligadas, renunciando a una permanencia que les sería más placentera.
Siento la amenaza de mis ansias. Todos estos eternos días en una isla lejana. Gente extraña, la playa y el barco que volvería a buscarme.
Había cruzado la isla para llegar a la plaza situada en una altura desde la que podía dominar el puerto. Ahora esperaba, imaginando la proa negra, enorme. Aún cinco horas. Playas y plazas y una habitación con el rayo de sol penetrando primero y luego perdiéndose poco a poco en la pared del fondo. ¿Qué haría aquí precisamente? Y al año siguiente en Fregene o más tarde cruzando unos desubicados campos de arroz entre Boloña y Milan…. O antes, mucho antes, a bordo del ómnibus número 21, a la altura de Coimbra, viendo el mar salpicar olas grises mientras la arena se amontonaba en los portales de las casas montevideanas.
Había experimentado la misma desazón en otras oportunidades, pero ahora estaba más lejos, sin que nadie lo supiera, abandonada a unas gentes que no conocía, a un lugar que se me hacía extraño. Cinco horas que pasarían muy lentamente, como si el reloj en su torre me gritara ¡ahora te aguantás!
Prefería irme. Me iría de aquella plaza hostil, dejándola sola a ella, abandonada, huérfana de mi para toda la eternidad.
Así lo hice. ¿Por qué entonces hoy, después de tantos años, la vuelvo a sentir y la escribo?
Muy bellos tus relatos, saludos!
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Muchísimas gracias!!! Saludos
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Gracias por tu lindo comentario. Saludos
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