El 16 de febrero de este año, 2023, se presentó en la Librería América Latina el libro de relatos Ellas y sus huellas de José María Garat y Myriam Mercader. Lo presentó la escritora Andrea Arismendi y Eduardo Oddo, estando presente también el editor de Pensódrom21 Henry Odell y los autores.
Hubo una gran participación de público y el libro tuvo muchísima aceptación, vendiéndose todos los ejemplares.
La charla y análisis de Andrea Arismendi fue muy extensa e interesante.
Agradezco a todos los amigos presentes y a los comentadores y la editorial. Próximamente se presentará en la Librería Altaír de Barcelona, España-
En 2020, año de pandemia, se convocó el segundo premio de relatos de la Casa de Uruguay en Barcelona : La Casa que Escribe. Tuve la fortuna de que mi relato La Brecha fuera premiado y de presentar el 29 junio de 2021 el libro que se presentó en Casa América Catalunya en Barcelona. El Libro fue editado por la Editorial Pensódromo de Barcelona.
Los premiados fueron Andrea Arismendi, Myriam Mercader, Aarón Lubelski y Gonzalo Abella. El libro recoge también los premiados en el primer concurso de literatura organizado por La Casa de Uruguay en Barcelona: Álvaro Brenna, Mario España y Federico Nogara.
En Casa América Catalunya presentaron el libro : Pedro Zaragüeta (Presidente de Casa Uruguay en Barcelona, Federico Nogara, escritor y Myriam Mercader. En pantalla desde Uruguay Andrea Arismendi.
La plaza está perdidamente sola, vacía. Sus asientos de piedra fríos, aún cuando el abrasador sol de verano está alto, muy alto sobre la isla.
Los árboles llenos de hojas dibujan sus formas caprichosas sobre las piedras de la plaza, y el reloj desde la torre, lo mira todo quieto, como si el tiempo no pasara. A las cuatro de la tarde el pueblo duerme. Todo sigue igual, estático, ni un ruido. Por fin, las sombras cambian muy lentamente de posición, y las agujas del reloj las acompañan obligadas, renunciando a una permanencia que les sería más placentera.
Siento la amenaza de mis ansias. Todos estos eternos días en una isla lejana. Gente extraña, la playa y el barco que volvería a buscarme.
Había cruzado la isla para llegar a la plaza situada en una altura desde la que podía dominar el puerto. Ahora esperaba, imaginando la proa negra, enorme. Aún cinco horas. Playas y plazas y una habitación con el rayo de sol penetrando primero y luego perdiéndose poco a poco en la pared del fondo. ¿Qué haría aquí precisamente? Y al año siguiente en Fregene o más tarde cruzando unos desubicados campos de arroz entre Boloña y Milan…. O antes, mucho antes, a bordo del ómnibus número 21, a la altura de Coimbra, viendo el mar salpicar olas grises mientras la arena se amontonaba en los portales de las casas montevideanas.
Había experimentado la misma desazón en otras oportunidades, pero ahora estaba más lejos, sin que nadie lo supiera, abandonada a unas gentes que no conocía, a un lugar que se me hacía extraño. Cinco horas que pasarían muy lentamente, como si el reloj en su torre me gritara ¡ahora te aguantás!
Prefería irme. Me iría de aquella plaza hostil, dejándola sola a ella, abandonada, huérfana de mi para toda la eternidad.
Así lo hice. ¿Por qué entonces hoy, después de tantos años, la vuelvo a sentir y la escribo?
Poema Visual de Myriam M. Mercader Título: El Aleph de Peralto apropiado
Relato biográfico, homenaje a Francisco Peralto Vicario, enorme editor, poeta y escritor y enamorado de Jorge Luis Borges como quien escribe. M.M.M.
«El mundo está en mi mente. Mi cuerpo está en el mundo» Paul Auster.
«¿Quién serás esta noche en el oscuro sueño, del otro lado de su muro?» Jorge Luis Borges
Hacia la madrugada lo despertó el chillido de algún pájaro y sintió como si lo hubiera arrancado de una vida compleja y ardua que le pesaba en algún lugar de su mente y de su alma, pero que sin embargo no podía recordar en su plenitud.
Francisco sí recordó que había estado leyendo la noche anterior. Las Mil y Una Noches lo había maravillado. Contar para vivir, vivir para contar. En ese círculo infinito uno podía caer preso sin remedio. Libros, hojas, palabras, papel impreso y encuadernado; le gustaba como olían, los mundos mágicos que custodiaban y que podían abrirse para él con un solo gesto. Las palabras habían servido para que Dios creara al mundo “que la luz sea y la luz fue.” Las palabras impresas emanaban un poder, una fuerza y libertad que sólo lograba sentir a veces montado en su bicicleta; en ella el espacio, que se mide con el tiempo, se acortaba; de la misma manera los libros lo transportaban en segundos a miles de kilómetros, en pocas hojas a miles de años de distancia.
Todavía le rondaban estos pensamientos cuando le asustó el reflejo de su rostro en el espejo. No se reconoció. Comprobó con asombro la poblada barba blanca, los ojos cansados, el gesto adulto. Desde siempre había querido soñar un hombre e imponerlo a la realidad. Su corta edad no parecía haber sido obstáculo; supo entonces, como el hombre gris en sus ruinas circulares, que su obligación era el sueño y soñó.
Soñó “la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira”. Soñó la Biblioteca Total, más aún, soñó la Imprenta Total. Si el libro es palabras, ideas, descripciones, tal vez más importante aún para Francisco, el libro es la sensación en sí: el objeto encuadernado, sus colores, su tacto y su olor. No era, estaba seguro, sólo importante la metáfora: esa curva verbal que traza casi siempre entre dos puntos – espirituales – el camino más breve, ni el ritmo tan siquiera, sino el objeto real que los recoge y los contiene: el objeto ligatorio, llamárase libro o no.
Se sucedieron imágenes de un cuchitril con tres o cuatro comodines viejos y una minerva negra y grasienta situada en la calle Andrés Pérez con la de Johann Gutenberg en 1455; la que se sería la suya en Jaime Serrano con aquellas dos minervas doble folio que solía ver (siempre y cuando la puerta del muelle estuviera abierta), al pasar de la explanada donde formaba las clases, hasta el edificio donde se encontraban las dos aulas de preparatorio.
También resonaron en sus sienes las ideas de Capra: la forma y el sintagma del lenguaje como un todo integrado hasta llegar a la poesía profunda, no tan solo la visual ni la discursiva. El universo de Francisco más que interconectado se le aparecía atemporal y sincrónico. “Matemáticamente un bucle de retroalimentación corresponde a una determinada clase de proceso no-lineal conocido como iteración (del latín iterare, repetir), en el que una función opera reiteradamente sobre sí misma.» lo había dicho Fritjof Capra. Ahora lo entendía en toda su magnitud.
Salió del dormitorio casi sin detenerse a saludar. Debía pasar desapercibido y así lo hizo. Para poder ver, el poeta debe hacerse invisible.
Una vez en la calle, quiso reconocer el barrio de Sants. Hacía calor y faltaban pocos días para el 18 de julio, fecha gloriosa en la que tenía planeado volver a su Málaga natal; ya nada le detenía en Barcelona. Las pocas pesetas que ganaba como aprendiz en la imprenta no eran suficientes ni para ayudar con su hospedaje en casa de sus primos y por otro lado, como foráneo en la Ciudad Condal, no se sentía plenamente aceptado. Había decidido volverse.
En el trayecto de regreso de Barcelona a Málaga, nada menos que en bicicleta, había ido quemando etapas, kilómetros y frustraciones, anhelos y esperanzas, para culminar en la encrucijada que lo llevó a encontrarse por casualidad con su padre Rafael en Madrid. Juntos habían hecho el tramo final hasta Málaga, pero ésta vez en tren y el recuerdo quedaría por siempre en la memoria de ambos.
Dejó la bicicleta y subió los escalones. Margarita lo esperaba con la comida en la mesa. Siempre había sido así, toda una vida; ella había presenciado su bautizo y parecía increíble que no tantos años después fuera a convertirse en la madre de sus hijos y el alma mater que lo ayudara a publicar El Chorro de los Gaitanes – su primer libro. Juntos levantarían su casa en Ciudad Jardín y ella se proclamaría guardiana de su ego-biblioteca: mil quinientos volúmenes editados y de su autoría.
Los días son todos de papel azul bien cortaditos por la misma tijera sobre el agujero inexistente del Cosmos. El empleo en Correos ayuda pero no permite estudiar.
La necesidad de palabras, tinta y papel es una obsesión y toman protagonismo entonces los sobres, el mail art o arte correo y se mezclan así sobres de todas formas y colores con facturas y certificados urgentes de mal agüero.
Las letras y las frases de sus filósofos y escritores admirados le bailan en la mente y recuerda que debe llegar temprano al taller – que sus profesores no perdonan la tardanza. No obstante, se sigue mostrando en desacuerdo con Arquímedes y se niega a aceptarle que se atreviera a conjeturar que los granos de arena del universo (después de contarlos) eran unos 10 elevado a 63, más o menos. Tal vez, piensa Francisco, en un juicio o en el quinto círculo confesaré un día (a mucha honra) que soy desnuda carne de pueblo extasiado y generoso que lucha contra el látigo y la genuflexión.
De nada valdrán las antologías, homenajes, diccionarios y otras publicaciones colectivas: el siglo XXI – lo sabe – lo encontrará marchando tan solo como un testimonio de su tiempo, con la rabiosa necesidad de obligarse a comprender las monstruosidades que se cometen a diario; más sin perder los cimientos de su sangre, asumiendo hasta las últimas gotas, la tradición humanística y cultural en la que ha vivido.
Ritual, Didascalia, Ex Verbis, Selva de Seducciones, El Nudo de la Sierpe… No sabía si eran títulos de obras famosas o conjuros secretos. El chico intentaba entender por qué se empecinaban en rondarle sin descanso la cabeza. Se sintió cansado, no podía abrir los ojos pero quería ver dónde estaba y hacia dónde iba. ¡Amigos! Antonio Romero Hierrezuelo, José Soler Guevara, José Jiménez Soria… Escuchaba sus nombres pero no veía sus rostros. La sensación comenzó a hacérsele intolerable y sintió el miedo del que cae en un abismo oscuro, en un agujero en el tiempo.
Por fin pudo abrir los ojos, oía los latidos enloquecidos de su corazón pero tardó en darse cuenta dónde estaba. Poco a poco reconoció uno a uno los objetos encima de la mesa, levantó la vista y vio su ego-biblioteca. Todos sus libros estaban allí. Buscó el reflejo de su cara en la vitrina con el miedo atroz de reconocerse niño. Pero no fue así. Ahí estaba la barba, ahí las gafas gruesas aún delante de sus ojos cansados. Dudó entre el alivio de sentirse seguro en casa y el miedo de volver a entregarse al sueño y aparecer en algún otro hexámetro. Entonces, no sin humor ni ironía, decidió no darle importancia. Al fin de cuentas y pese a todo, siempre acababa siendo él: fPV.
La gaviota, posada en la proa, se mecía junto con la barca, varada en la orilla, al ritmo de la marea.
Tendida sobre la roca más alta, la mujer leía su libro, mientras el niño jugaba con su perro, un poco más lejos, sobre la arena.
-!Ahí va la pelota! !Cógela! !vamos, ya la tienes! Eso es, buen chico. Aquí, dámela…
Los ladridos del perro festejaban su triunfo mientras corría, meneando la cola, al encuentro del niño. La madre levantó la vista del libro y los miró jugar, sonriendo. Jugaban por una orilla cubierta de finas conchas de colores. Iban y venían detrás de la pelota mientras risas, ladridos y gritos se apagaban o hacían más fuertes columpiados por la distancia y la brisa marina. Después de un rato, cansados y acalorados, ambos se acercaron hasta la roca y el niño preguntó:
¿Nos podemos bañar mamá? Tenemos mucho calor…
La mujer buscó el reloj en el bolso y miró la hora.
–Está bien, pero sólo un ratito, ya casi son la una, y todavía tengo la comida por preparar. Debemos irnos en seguida.
–Bien! Te prometo que salimos en seguida mamá. ! Vamos!- le dijo al perro- y ambos corrieron hacia la orilla.
–¡Con cuidado! – aún gritó la madre, antes de volver a la página interrumpida.
Poco después los ladridos histéricos del perro la apartaron una vez más de su lectura. Los buscó con la mirada entre las olas. Los ladridos eran cada vez más seguidos y estridentes. Fue incapaz de ver a su hijo. El perro desde la orilla, no se daba por vencido. El mar decidido a ignorarlo, brillaba orgulloso con su tesoro. Se detuvo el aire, el movimiento de las olas. La brisa se trocó en silencio. Los brazos de la madre abrazaron el vacío. Sólo el perro ladraba y ladraba, cada vez más fuerte, en medio de aquel silencio desesperante. El sol de la una seguía su ruta en el azul del cielo.
Marcos se revolvió angustiado sin lograr abrir del todo los ojos. Por fin se incorporó de un salto y miró a su alrededor. Rainer le ladraba contento invitándolo a que le lanzara el palo. El sol estaba alto y no había nubes. Tenía la piel ardiendo. Sin lugar a dudas se había dormido. El sueño había sido espantoso y unas garras invisibles le aprisionaban las entrañas. Sintió alivio al mirar hacia el mar, viéndolo lleno de calidez y colorido en su inocente vaivén. Siempre que se sentía hastiado de la incongruencia irritante de la vida, hallaba la paz frente a aquel mar, con el cual se sentía hermanado. Un alivio que fuera solo un sueño. El olor del mar le penetraba los poros y en sus ojos resplandecían destellos escapados de alguna hoguera lejana; destellos que humeaban en medio del ruido del agua. Imaginó un buque, avanzando lentamente por un océano de fantasía. Se deleitó con la ilusión, cerró por un momento los ojos. Cuando los abrió nuevamente, habían pasado unos minutos y se había levantado una ligera brisa. Su rolex marcaba la una. Recogió sus cosas y le silbó a Rainer para que lo siguiera. Caminaba por la orilla y el agua le bañaba los tobillos. Rainer olfateaba de a ratos, a pesar del disgusto de su amo, alguno de esos exquisitos bocados que la resaca suele esconder en su seno. La brisa se iba convirtiendo en un viento casi frío que despeinaba la cabeza de Marcos al tiempo que hacía remolinos con la arena. Un montón de algas secas y papeles viejos remontó el aire, y vino a chocar con las rodillas del hombre. El viento soplaba de frente y un par de papeles se prendieron a sus piernas, abrazándolas. Uno, un trozo de periódico manchado de alquitrán, siguió su vuelo. El otro, arrugado, se empecinaba. Marcos incapaz de resistirse ante los misterios de manuscrito, lo escudriñó. Era lo que quedaba de una hoja de cuaderno amarillenta por el sol y el agua salada. La tinta estaba desleída y un poco corrida, pero aún pudo leer los versos:
A veces cuando el viento sopla fuerte y el mar enfurecido se remueve regreso hasta ti y me conmueve tu esfímero aletear, tu frágil suerte.
De mi mano solías detenerte a repetir tus años: sólo nueve. Varada ya tu barca, el mar la mueve y yo la miro cuando quiero verte.
Aún cuenta de vos esta gaviota que en verano, justo hacia la una, te ve corriendo a la pelota.
Debo confesarte hijo que en tu cuna muy pronto ha de reír otra carota haz que en ella también juegue la luna.
Un frio seco le recorrió cada punto del cuerpo, y una súbita ingravidez se apoderó progresivamente de Marcos, hasta dejarlo como suspendido, sin puntos de referencia. En un postrer intento por recuperarse, comenzó a leer una vez más el trozo de papel que seguía inquietantemente apresado entre sus dedos.
La gaviota posada en la proa, se mecía junto con la barca, varada en la orilla, al ritmo de la marea.