
Relato de Myriam M. Mercader
La gaviota, posada en la proa, se mecía junto con la barca, varada en la orilla, al ritmo de la marea.
Tendida sobre la roca más alta, la mujer leía su libro, mientras el niño jugaba con su perro, un poco más lejos, sobre la arena.
-!Ahí va la pelota! !Cógela! !vamos, ya la tienes! Eso es, buen chico. Aquí, dámela…
Los ladridos del perro festejaban su triunfo mientras corría, meneando la cola, al encuentro del niño. La madre levantó la vista del libro y los miró jugar, sonriendo. Jugaban por una orilla cubierta de finas conchas de colores. Iban y venían detrás de la pelota mientras risas, ladridos y gritos se apagaban o hacían más fuertes columpiados por la distancia y la brisa marina. Después de un rato, cansados y acalorados, ambos se acercaron hasta la roca y el niño preguntó:
- ¿Nos podemos bañar mamá? Tenemos mucho calor…
La mujer buscó el reloj en el bolso y miró la hora.
– Está bien, pero sólo un ratito, ya casi son la una, y todavía tengo la comida por preparar. Debemos irnos en seguida.
– Bien! Te prometo que salimos en seguida mamá. ! Vamos!- le dijo al perro- y ambos corrieron hacia la orilla.
– ¡Con cuidado! – aún gritó la madre, antes de volver a la página interrumpida.
Poco después los ladridos histéricos del perro la apartaron una vez más de su lectura. Los buscó con la mirada entre las olas. Los ladridos eran cada vez más seguidos y estridentes. Fue incapaz de ver a su hijo. El perro desde la orilla, no se daba por vencido. El mar decidido a ignorarlo, brillaba orgulloso con su tesoro. Se detuvo el aire, el movimiento de las olas. La brisa se trocó en silencio. Los brazos de la madre abrazaron el vacío. Sólo el perro ladraba y ladraba, cada vez más fuerte, en medio de aquel silencio desesperante. El sol de la una seguía su ruta en el azul del cielo.
Marcos se revolvió angustiado sin lograr abrir del todo los ojos. Por fin se incorporó de un salto y miró a su alrededor. Rainer le ladraba contento invitándolo a que le lanzara el palo. El sol estaba alto y no había nubes. Tenía la piel ardiendo. Sin lugar a dudas se había dormido. El sueño había sido espantoso y unas garras invisibles le aprisionaban las entrañas. Sintió alivio al mirar hacia el mar, viéndolo lleno de calidez y colorido en su inocente vaivén. Siempre que se sentía hastiado de la incongruencia irritante de la vida, hallaba la paz frente a aquel mar, con el cual se sentía hermanado. Un alivio que fuera solo un sueño. El olor del mar le penetraba los poros y en sus ojos resplandecían destellos escapados de alguna hoguera lejana; destellos que humeaban en medio del ruido del agua. Imaginó un buque, avanzando lentamente por un océano de fantasía. Se deleitó con la ilusión, cerró por un momento los ojos. Cuando los abrió nuevamente, habían pasado unos minutos y se había levantado una ligera brisa. Su rolex marcaba la una. Recogió sus cosas y le silbó a Rainer para que lo siguiera. Caminaba por la orilla y el agua le bañaba los tobillos. Rainer olfateaba de a ratos, a pesar del disgusto de su amo, alguno de esos exquisitos bocados que la resaca suele esconder en su seno. La brisa se iba convirtiendo en un viento casi frío que despeinaba la cabeza de Marcos al tiempo que hacía remolinos con la arena. Un montón de algas secas y papeles viejos remontó el aire, y vino a chocar con las rodillas del hombre. El viento soplaba de frente y un par de papeles se prendieron a sus piernas, abrazándolas. Uno, un trozo de periódico manchado de alquitrán, siguió su vuelo. El otro, arrugado, se empecinaba. Marcos incapaz de resistirse ante los misterios de manuscrito, lo escudriñó. Era lo que quedaba de una hoja de cuaderno amarillenta por el sol y el agua salada. La tinta estaba desleída y un poco corrida, pero aún pudo leer los versos:
A veces cuando el viento sopla fuerte
y el mar enfurecido se remueve
regreso hasta ti y me conmueve
tu esfímero aletear, tu frágil suerte.
De mi mano solías detenerte
a repetir tus años: sólo nueve.
Varada ya tu barca, el mar la mueve
y yo la miro cuando quiero verte.
Aún cuenta de vos esta gaviota
que en verano, justo hacia la una,
te ve corriendo a la pelota.
Debo confesarte hijo que en tu cuna
muy pronto ha de reír otra carota
haz que en ella también juegue la luna.
Un frio seco le recorrió cada punto del cuerpo, y una súbita ingravidez se apoderó progresivamente de Marcos, hasta dejarlo como suspendido, sin puntos de referencia. En un postrer intento por recuperarse, comenzó a leer una vez más el trozo de papel que seguía inquietantemente apresado entre sus dedos.
La gaviota posada en la proa, se mecía junto con la barca, varada en la orilla, al ritmo de la marea.