
Aquella mañana de finales de octubre Peñarroya -Pueblo Nuevo amaneció gris, con una llovizna que sumergía al “Cerco” en un turbio sueño de tiempos de minas dormidas, olor a hierro viejo y silencios ocres que clamaban ser despertados.
Caminaba por entre las naves sin techumbre, con sus paredes heridas de raíces y charcos inquietos que palpitaban en el miasma de la empecinada niebla, cuando me sorprendió una primera torre altiva de piedra sobre piedra que guardaba un equilibrio elegante, a la vez orgulloso y tímido, temeroso de no poder prolongar su existencia más allá de un tiempo meramente prudencial.

Al levantar la vista alcancé a ver otras dos hermosas esculturas que se empinaban desafiantes, y que parecían sonreír mientras le echaban un pulso a la fuerza de la gravedad. Un poco más lejos, entre la bruma, se adivinaba la silueta del artista que integrado en el paisaje y sobre un cúmulo de rocas oscuras, sopesaba en sus manos la más adecuada para coronar su penúltima creación.

Recordé el artículo que había leído en internet pocos meses atrás: Rock Balancing es una rama particular del Land Art que es temporal y efímera. El artista pone rocas en equilibrio, una sobre otra, para crear una estructura única e inusual que eventualmente será destruida por el viento o los vándalos. Pensé que eso estaba muy bien, pero que lo que yo estaba viendo era mucho más, era una manifestación artística provista de una especial intensidad, que desprendía fuerza, sutileza, color, olor y hasta una música particular que acompañaba al balanceo de aquellas piedras en su danza enigmática y sutil.
Javier Seco había sabido encontrar el escenario ideal para su obra. El “Cerco” es el jardín del abandono, un espacio mágico con aire gótico y que invita a explorarlo como en medio de un cuento de Edgar Allan Poe o una novela de Charlotte Bronte. La niebla y la llovizna que envolvían las innumerables obras que se erigían por doquier les concedían una pátina especial de magia y hechizo. Tal vez fui víctima de ese hechizo, tal vez la mañana gris acompañaba al recuerdo, el caso es que sonaron en mi mente unos versos y la voz de Chabuca Granda, que siempre cantó a la tierra, y ya no pude más que entregarme a ellos.

Ese afán de arar en el mar de los ensueños que es el arte y la creatividad y que indefectiblemente traspasa el universo paralelo del sentir del artista y se cuela inexplicablemente por todos los poros de los universos de cada ser que lo contempla.
Ese constante hacer alguien de algo; ese darle forma y palpitar, ese personificar a la tierra que, aunque de por sí poseedora de su propia vida, el artista sabe moldear y transformar o hasta transgredir para dotarla de una sensibilidad más cercana e interpretable por una sociedad que cada vez se aleja más de las raíces que un día no necesitaron interpretación.
Y por esos derroteros iban mis pensamientos cuando cobró aún más sentido el tercer verso de la canción de Chabuca:
Ese afán de hacer castillos en el aire; castillos que como aquellos Alvoriaos de Javier Seco probablemente fueron abatidos por las inclemencias o los vándalos, pero que han quedado en las pupilas (y en el objetivo de la cámara) de todos aquellos que tuvimos la suerte de disfrutarlos, aún erguidos, en medio de la llovizna y de los esqueletos de unas naves que una vez crearon un pueblo próspero y que hoy con la ayuda de muchas conciencias osadas y justas y del Arte pretenden seguir edificando sensibilidades en los jóvenes de Peñarroya – Pueblo Nuevo hacia un futuro esperanzador que no debiera jamás ser abatido.
Nota : Javier Seco es un artista, performer, y amante de la naturaleza y el Land Art. Las fotos que aquí se muestran son suyas.
Myriam Mercader