Imaginando a Beatriz (relato)

Tobatymbá se muere. Está tendido en su lecho y piensa, recuerda, afiebrado delira.

“Ahaquimañomo” le ha dicho a su mujer Amambai en lengua tupí. Luego para sí en español “Voy a morir.”

Su frente ancha, labrada por los años destaca en una cara huesuda. La cabellera larga, que un día fue rubia y ahora cana, se esparce por la almohada. Tiene el rostro serio y sus ojos, antes de un azul penetrante, se achican mostrando un gris profundo  que refleja una vida de pérdida y de sufrimiento. Alrededor se ciñe la sombra silenciosa de la selva, solo las hogueras alumbran las siluetas. La aldea permanece casi dormida. El ñacurutú en la rama, despierta y observa, el urutaú lo secunda. No ha acudido la luna.

Amambai lo cuida sin descanso, y mientras el hombre evoca bajo sus párpados figuras de una larguísima vida y sus ojos enrojecen, Amambai revive las historias contadas una y mil veces por su marido, que de repente, es Herman el niño.

Herman, era hijo de una familia de inmigrantes, que después de mucho rodar, había atravesado el Atlántico para terminar con sus bultos y sus hijos en la Banda Oriental. Venían de tierras frías y lejanas, cargados de tradición y de una férrea religión que había acabado por agobiar al chico.

            El muchacho había crecido en un pequeño pueblo del Uruguay, sin embargo, su físico lo delataba y siempre tenía a chicas locales embelesadas por sus rasgos nórdicos. En su adolescencia le había bastado esa popularidad y la moto, que había comprado con los réditos de trabajos que de vez en cuando hacía en algunas de las chacras de los alrededores de Ecilda Paulier.

Cuando los años pasaron, fue a estudiar a Montevideo en una institución agrícola protestante de prestigio, para aprender a llevar la granja de sus padres. Se le daba muy bien, pero Herman necesitaba más aventura, más libertad. O sea, independencia de su familia y de un destino gris en un pueblo pequeño.

“Independencia” pensó Amambai.  Con los años Herman, Tobatymbá para su tribu, le había explicado lo que eso significaba para el hombre blanco. En realidad, a ella le costaba digerir el término. ¿No eran ellos independientes tal y como estaban? Siempre lo habían sido. Sin embargo, su marido le había explicado que en Montevideo había una plaza con ese nombre para recordar a todos los habitantes lo difícil que había sido lograr y conservar la independencia. También le había contado que, con el tiempo y la edad, él había razonado que la independencia no se logra fácilmente, siempre dependemos de otros, u otros dependen de nosotros, lo que es otra forma de carecer de independencia. Amambai se reía cuando su marido decía esas cosas. Pero, ahora viéndolo sudar y atenazado por una fiebre feroz, lo miró preocupada.

            Tobatymbá se remueve inquieto, el sudor le corre por el rostro y Amambai derrama la que sería su última lágrima. Se iba a dedicar a ayudarlo sin permitirse sentir flaqueza alguna ni darle a su marido otro motivo de sufrimiento.

            Esta era la segunda vez que lo veía enfermo en cincuenta años de vida en común. La primera, la vez que apareció flotando en el río. Amambai lo había encontrado cerca, a la deriva, en una vieja canoa. Estaba moribundo y con el rostro muy pálido. Así es que lo habían llamado Tobatymbá – el del rostro blanco. Había corrido como loca en busca de ayuda. Nunca supo con claridad las razones que la habían conmovido tanto. No era la primera vez que un hombre blanco aparecía herido en el poblado, ni tampoco sería la última. Pero, Amambai, por alguna razón se había sentido responsable de aquel hombre tan indefenso. Después de socorrerlo lo había cuidado con desvelo. Por aquellos entonces ella era casi una niña. Habían sido quince días interminables, luchando contra la muerte. Pero, la madre naturaleza lo había protegido y se había salvado. Si, ella lo había cuidado todo ese tiempo y después…después lo había seguido haciendo el resto de su vida.

Amambai toma entre sus manos el rostro húmedo de Tobatymbá y sigue observándolo, mientras vuelve a revivir antiguos episodios olvidados de su larga vida juntos. Algunos eran propios, otros los que él le había contado de su pasado y de la forma en que el destino lo había llevado hasta ella.

            Le había contado de Beatriz y de Adorisio, una pareja de amigos que, aunque mayores que él, lo habían acogido durante su juventud en El Chaco argentino al cual, después de sopesarlo mucho, había escapado en busca de aventuras. Herman no había querido enamorarse de Beatriz por respeto a Adorisio, pero se había encontrado incapaz de evitarlo y se había resignado a soportar su desventura de la manera más honrosa, sin dejar traslucir lo que sentía.

            Al principio había sido difícil, pero con el tiempo pudo perfeccionar la mentira. Beatriz era muy amable con él y Adorisio lo trataba como a un hijo. Trabajaban juntos en la tienda que tenían en el pueblo, y así los días iban pasando, uno a uno, sin mayores contratiempos.

            Cuando Herman se sentía solo, recurría a sus dibujos. Dibujaba casi todo, pero más que nada, le gustaba plasmar la selva cada vez que un papel caía en sus manos. Disfrutaba con el mundo exuberante que lo rodeaba: enredaderas, camalotes, ceibos, mburucuyás, macachines, y sobre todo la sensitiva caibobé. Caibobé, había aprendido, quería decir planta que vive, y sus hojas se pliegan al más mínimo contacto.

            Mientras iba dando forma bajo su lápiz a una selva de grafito, se olvidaba de todo, y se transformaba en un inmenso creador omnipotente. Cuánto más infeliz se sentía, más se refugiaba en su selva de papel. Esto sucedía, sobre todo, cuando sentía revivir en él la pasión que le despertaba Beatriz y que, por momentos, volvía y le golpeaba muy fuerte.

            Estos sentimientos se los había ido contando a Amambai a lo largo de los primeros años, cuando aún era una niña, cuando ni siguiera él sospechaba el amor que en la muchacha iba suscitando con el tiempo. Amambai se imaginaba a una preciosa rubia, divertida, que sabía del mundo fuera de la aldea y que Herman echaba continuamente de menos.

            Un día de cacería, le había contado Tobatymbá, él se había apartado de la pareja para perseguir un gato montés y habiendo fracasado en su intento de cazarlo, había vuelto para sorprender, sin ser oído, a la pareja.

  • El pobrecito estará dejándose la sangre en la lucha para poder traerte el trofeo. ¡Juventud, divino tesoro! – había ironizado Adorisio.

Las risas hirientes de Beatriz habían festejado las irónicas palabras de su marido. La decepción de Herman nunca pudo apagar esas risas en su memoria.  Y hasta Amambai se había asustado al ver su cara desencajada cuando se lo contaba. Tobatymbá había intentado no darle importancia, pero se sentía demasiado ofendido para perdonar y más dolido aún para olvidar. Así se embarcó en una vida de odio, lucha y culpa de cuyo naufragio tan solo pudo escapar mediante otro aún más grande: cuando Amambai lo encontró casi muerto en el río.

      Amambai, sintió gritar desde lejos a su nieto:

  • ¡Abuela!

Se giró, y vio que venía cargado con palos y a punto de caerse de bruces en su atropellada carrera, mientras, Tiapug, su perro, luchaba por quitarle el que más le gustaba.

  • Muy bien Heçacang, me alegro de que por fin te decidieras a hacer algo útil, en lugar de andar todo el día tras esos pobres animales para cazarlos – le contestó la abuela, y en su voz había un ligero tono de reproche.

El chico, saltó enseguida con la misma respuesta de siempre:

  • Paiamoi me dijo que pronto sería un hombre, para ello debo practicar.
  • Tu abuelo habla más de la cuenta – fue la respuesta de Amambai.
  • ¿Cómo se encuentra el abuelo?  preguntó preocupado el chico.

Amambai miró a su nieto y dudó un momento antes de contestar. Heçacang se parecía tanto a su abuelo, que era como estar imaginándoselo de jovenzuelo, cuando aún no lo conocía. El muchacho tenía la misma mirada transparente y azul, y en la tez morena resaltaban sus ojos como dos enormes lunas azules. Tobatymbá y ella habían tenido una sola hija. La habían llamado Toribai – grande alegría – y eso justamente había sido para ellos, una enorme alegría. Había crecido muy feliz y llegada la pubertad, como era tradición en la tribu, se había casado. Poco había tardado en nacer Heçacang, aunque menos había tardado la muerte en llevarse a su hermosa madre y al joven padre.

  • Abuela ¿Cómo está? ¿Puedo verlo?
  • Mira hapí, hijito- comenzó diciendo Amambai – Ya eres mayor para comprender ciertas cosas. Paiamoi va a morir pronto, tienes que hacerte a la idea y poner de tu parte para darle alivio.

Heçacang guardó silencio un momento y luego dijo:

  • Entonces, hay algo que debo hacer enseguida – y girando su cuerpo, se perdió detrás del poblado.

Amambai de pronto se sintió muy triste, se estaba quedando sola.

Los cuentos de su marido, que antes le habían provocado tanto interés, ahora la entristecían.

Aquel último año con los Rodríguez, le había contado Herman, había dibujado como nunca. Se pasaba, también, largas horas en su canoa, aprendiendo de memoria la costa del río para confeccionar el mapa que la pareja le había pedido. A veces ni siquiera llegaba a dibujarla. Se tendía boca arriba en la canoa y se perdía en la inmensidad del cielo, lejos, muy lejos, donde ni siquiera su culpa lo pudiera alcanzar.

Un día, súbitamente, Adorisio y Beatriz tomaron la decisión de trasladar el negocio a Posadas, en la costa del rio Paraná. No le dieron especiales explicaciones a Herman. Solo lo invitaron a acompañarlos, si así lo decidía.

A Herman le agradó la idea de cambiar de aires y accedió a viajar. Sin embargo, una vez en Posadas, el matrimonio no tardó en explicarle los motivos de la brusca mudanza.

  • Te necesitamos Herman, tenemos un buen negocio entre manos – le había dicho Adorisio mientras cenaban.
  • Usted dirá – había contestado, no sin cierta cautela, el muchacho.
  • Antes de explicártelo en detalle, debo saber si estás dispuesto a correr ciertos riesgos a cambio de una buena suma de dinero – continuó Adorisio de manera socarrona, pues creía conocer el sentido aventurero de Herman.
  • Diga nomás, no hay riesgo que no corra ante esa propuesta – se apresuró a contestar Herman, aun cuando en realidad no era un hombre al cual el dinero lo moviera tanto como la posibilidad de una nueva emoción.

Así, lo habían iniciado en el negocio del contrabando y, a decir verdad, no con poco éxito. Para él llegó a ser un juego el pasar mercancía, cualquiera que ésta fuera, de un lado al otro de la frontera paraguaya, usando tanto el río, como cualquier otro medio. Se dedicó por completo a una actividad que, no sólo le proporcionaba dinero, sino que lo alejaba del tormento de ver cada día a Beatriz.

Llegado a este punto de sus recuerdos, Amambai recapacitó que, si no hubiera sido por esta faceta ilegal de su marido, nunca se hubiera desprendido de la maliciosa presencia de Beatriz. Herman no le había contado tanto de ella como para hacerse un dibujo completo, pero la imaginaba como una mujer bella, fría y sin alma. Una mujer que, sin amarlo, dejaba que un joven sufriera por ella. Indudablemente, una rival inaccesible.

El que resultaría ser el último viaje por el río lo hicieron juntos: Beatriz, Adorisio, un empleado de confianza de nombre Manuel y el propio Herman. Trasladarían la mercancía por el río hasta el punto acordado, y ahí bastaría con el simple trasbordo de las mercancías a la embarcación del Chato Ruíz, un paraguayo de malas pulgas. Un trabajo limpio, de lo más sencillo.

El río estaba crecido por aquellas fechas, y se podía complicar el gobierno de la embarcación, de ahí la necesidad de más de dos personas para tripularla. Por otra parte, Adorisio y Beatriz aprovecharían el regreso para detenerse a inspeccionar una finca que pensaban adquirir a buen precio con el dinero de la transacción.

Estaban acercándose a un enclave donde el río recibía un par de pequeños afluentes. La corriente era más fuerte y el timón imponía poca resistencia. Se hacía difícil mantener el timón.  Adelante, a pocos metros, había un salto de agua no muy grande, apenas un pequeño desnivel. Herman lo conocía pues lo había cruzado varias veces en su canoa, pero nunca con una embarcación de esta envergadura.

Desde ese momento, los recuerdos, le había explicado a Amambai, se le confundían: voces de alerta de Adorisio, una exclamación de Beatriz, el ruido más ensordecedor del agua corriendo a gran velocidad y llevándose con ella como en un gran abrazo al Porvenir II. Mezclado con todo ese ruido, Herman no dejaba de oír las carcajadas perennes de Beatriz.

Después habían dado vueltas enloquecidamente como en un juego del parque de atracciones que había visitado en Montevideo. No había podido hacer nada para evitarlo, ni él ni los demás que se turnaron al timón. En un momento se vio bajo el agua, atontado por el golpe de algún madero. El barco se había partido por la mitad y bajaba, empujado por el caudal del agua, haciéndose trozos. Herman nadó como pudo y llegó a la orilla.

Cuando pasaron unos minutos y empezó a discernir nuevamente, buscó a sus compañeros, primero no vio a nadie. Segundos después, como surgidos de las entrañas del río, aparecieron Beatriz y Adorisio. Luchaban por aferrarse a un trozo de barco que aún flotaba. En aquel momento lo divisaron y le empezaron a gritar por ayuda. Herman, paralizado, no supo qué hacer. Ellos se iban apartando con la corriente y estaban a punto de chocar con unas rocas. Herman se debatía entre la idea de tirarse al agua, con pocas probabilidades de hacer nada por salvarlos, y el ruido aturdidor de las carcajadas de Beatriz que lo paralizaban. Se quedó inmóvil, viéndolos desaparecer corriente abajo.

No recordaba cuanto tiempo se había quedado así, mojado y de pie en la orilla, siguiendo con la mirada el curso de la corriente, como si en algún instante fueran a aparecer esos dos seres que él había dejado morir.

La luna derramaba una luz blanca e iluminaba el agua, cuando, río abajo había encontrado la canoa que el Porvenir II llevaba a bordo, milagrosamente intacta. El fondo estaba cubierto de agua, pero Herman no se había preocupado en achicarla. Se había montado en ella y, como un muerto a la deriva, se había dejado llevar.

Ya nada importaba. Seguramente su espíritu, como había leído en la historia de Egipto, llegaría al Duat (el inframundo) conducido por Anubis ante el tribunal que presidía Osiris y allí, el gran peso de su corazón en la balanza, lo condenaría a ser devorado por los monstruos del río. Sin embargo, nada de eso había sucedido, sino que Amambai lo había encontrado.

En aquel momento, en otro lado de la aldea, Heçacang recordaba las palabras de su abuelo:

  • El día que logres cazar al gran gato, serás ya un hombre. Lo suficientemente mayor para que tu abuelo te empiece a contar las cosas que pasan río abajo, en aquellas tierras que dejé olvidadas hace tanto tiempo.

La abuela le había dicho que a Paiamoi le quedaba poco tiempo. Era hora de que ambos cumplieran su promesa. Por eso, Heçacang, sin mirar atrás ni oír las advertencias de Amambai, decidió internarse en la selva, resuelto a no volver sin el enorme gato para su abuelo.

Heçacang no recordaba cuándo había empezado a asociar al gato con el pasado del abuelo. Tal vez los oyera hablar de aquel enorme gato que Paiamoi no había podido matar. Ahora, solo en la selva y en expedición de caza, el muchacho empezó a sentir miedo. El miedo se le confundía con la necesidad de ahogar los pensamientos de inquina hacia gentes que no conocía, pero que intuía le habían hecho daño al abuelo. Sobre todo, los había oído hablar de Beatriz. A veces, cuando el abuelo miraba a Amambai, a él le parecía que veía en su abuela a aquella mujer extranjera que Tobatymbá había amado. En algún momento supo que, si cazaba al gran gato, acabaría con el recuerdo de Beatriz, y se propuso a hacerlo, ni bien cumpliera la edad.

Heçacang tenía el arma preparada, el miedo se había esfumado. El puma también lo había divisado y a su vez preparado para atacar. En aquella posición, con las manos en alto, la cabeza un poco inclinada, listo para disparar, Heçacang percibió un leve sonido. Acostumbrado como estaba a captar el menor ruido, enseguida dedujo que era la maleza resquebrajándose bajo una pisada. Entonces, a la derecha, y casi al borde de su visión, apareció Tobatymbá.

Estaba más viejo que nunca, agotado y febril. El muchacho se sobresaltó, pero no fue el único. El felino pareció deseoso de escapar, como si dos contrincantes le parecieran demasiado. Heçacang debía decidirse de prisa, ahora o nunca. Unas fracciones de segundos y ya fue tarde. El puma veloz, giró y trepó al árbol más próximo, desapareciendo. El chico bajó los brazos, y muy despacio se acercó a su abuelo que era la viva imagen de la muerte. Una vez a su lado, le dijo:

  • Si dos hacen una promesa juntos, también podrán deshacerla. ¿No?
  • Así es – le contestó su abuelo, mirando detrás del chico, hacia algún punto indefinible, pensando que su nieto era como la selva, inquietante y protector a un tiempo.
  • Pues deshagámosla – decidió Heçacang, más que propuso.

Tobatymbá asintió con la cabeza, al tiempo que ambos echaron a andar hacia la aldea. El viejo apoyándose en el muchacho. El chico, casi tan alto como él, lo sostenía con fuerza y cariño. Iba cavilando. No había matado al gato, pero Beatriz ya no los molestaría más; al abuelo porque pronto emprendería el último viaje, y a él porque había pactado deshacerla.

                                                                                              Myriam M. Mercader

Presentación de Ellas y sus huellas en Montevideo en la Librería Ámerica Latina 16 de febrero 2023

El 16 de febrero de este año, 2023, se presentó en la Librería América Latina el libro de relatos Ellas y sus huellas de José María Garat y Myriam Mercader. Lo presentó la escritora Andrea Arismendi y Eduardo Oddo, estando presente también el editor de Pensódrom21 Henry Odell y los autores.

Hubo una gran participación de público y el libro tuvo muchísima aceptación, vendiéndose todos los ejemplares.

La charla y análisis de Andrea Arismendi fue muy extensa e interesante.

Agradezco a todos los amigos presentes y a los comentadores y la editorial. Próximamente se presentará en la Librería Altaír de Barcelona, España-

II Premio de Relatos La Casa que Escribe organizado por La Casa de Uruguay en Barcelona.

En 2020, año de pandemia, se convocó el segundo premio de relatos de la Casa de Uruguay en Barcelona : La Casa que Escribe. Tuve la fortuna de que mi relato La Brecha fuera premiado y de presentar el 29 junio de 2021 el libro que se presentó en Casa América Catalunya en Barcelona. El Libro fue editado por la Editorial Pensódromo de Barcelona.

Los premiados fueron Andrea Arismendi, Myriam Mercader, Aarón Lubelski y Gonzalo Abella. El libro recoge también los premiados en el primer concurso de literatura organizado por La Casa de Uruguay en Barcelona: Álvaro Brenna, Mario España y Federico Nogara.

En Casa América Catalunya presentaron el libro : Pedro Zaragüeta (Presidente de Casa Uruguay en Barcelona, Federico Nogara, escritor y Myriam Mercader. En pantalla desde Uruguay Andrea Arismendi.

Presentación en Casa América Barcelona

La Plaza

            La plaza está perdidamente sola, vacía. Sus asientos de piedra fríos, aún cuando el abrasador sol de verano está alto, muy alto sobre la isla.

            Los árboles llenos de hojas dibujan sus formas caprichosas sobre las piedras de la plaza, y el reloj desde la torre, lo mira todo quieto, como si el tiempo no pasara. A las cuatro de la tarde el pueblo duerme. Todo sigue igual, estático, ni un ruido. Por fin, las sombras cambian muy lentamente de posición, y las agujas del reloj las acompañan obligadas, renunciando a una permanencia que les sería más placentera.

            Siento la amenaza de mis ansias. Todos estos eternos días en una isla lejana. Gente extraña, la playa y el barco que volvería a buscarme.

            Había cruzado la isla para llegar a la plaza situada en una altura desde la que podía dominar el puerto.  Ahora esperaba, imaginando la proa negra, enorme. Aún cinco horas. Playas y plazas y una habitación con el rayo de sol penetrando primero y luego perdiéndose poco a poco en la pared del fondo.  ¿Qué haría aquí precisamente? Y al año siguiente en Fregene o más tarde cruzando unos desubicados campos de arroz entre Boloña y Milan…. O antes, mucho antes,  a bordo del ómnibus número 21, a la altura de Coimbra, viendo el mar salpicar olas grises mientras la arena se amontonaba en los portales de las casas montevideanas.

            Había experimentado la misma desazón en otras oportunidades, pero ahora estaba más lejos,  sin que nadie lo supiera, abandonada a unas gentes que no conocía, a un lugar que se me hacía extraño. Cinco horas que pasarían muy lentamente, como si el reloj en su torre me gritara ¡ahora te aguantás!

            Prefería irme. Me iría de aquella plaza hostil, dejándola sola a ella, abandonada, huérfana de mi para toda la eternidad.

            Así lo hice. ¿Por qué entonces hoy, después de tantos años, la vuelvo a sentir y la escribo?

Biografía de un Sueño

Poema Visual de Myriam M. Mercader
Título: El Aleph de Peralto apropiado

Relato biográfico, homenaje a Francisco Peralto Vicario, enorme editor, poeta y escritor y enamorado de Jorge Luis Borges como quien escribe. M.M.M.

«El mundo está en mi mente. Mi cuerpo está en el mundo» Paul Auster.

«¿Quién  serás esta noche en el oscuro sueño, del otro lado de su muro?» Jorge Luis Borges

Hacia la madrugada lo despertó el chillido de algún pájaro y sintió como si lo hubiera arrancado de una vida compleja y ardua que le pesaba en algún lugar de su mente y de su alma, pero que sin embargo no podía recordar en su plenitud.

Francisco sí recordó que había estado leyendo la noche anterior. Las Mil y Una Noches lo había maravillado. Contar para vivir, vivir para contar.  En ese círculo infinito uno podía caer preso sin remedio. Libros, hojas, palabras, papel impreso y encuadernado; le gustaba como olían, los mundos mágicos que custodiaban y que podían abrirse para él con un solo gesto. Las palabras habían servido para que Dios creara al mundo “que la luz sea y la luz fue.” Las palabras impresas emanaban un poder, una fuerza y libertad que sólo lograba sentir a veces montado en su bicicleta; en ella el espacio, que se mide con el tiempo, se acortaba; de la misma manera los libros lo transportaban en segundos a miles de kilómetros, en pocas hojas a miles de años de distancia.

Todavía le rondaban estos pensamientos cuando le asustó el reflejo de su rostro en el espejo. No se reconoció. Comprobó con asombro la poblada barba blanca, los ojos cansados, el gesto adulto.  Desde siempre había querido soñar un hombre e imponerlo a la realidad. Su corta edad no parecía haber sido obstáculo; supo entonces, como el hombre gris en sus ruinas circulares, que su obligación era el sueño y soñó.

Soñó  “la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira”. Soñó la Biblioteca Total,  más aún, soñó la Imprenta Total. Si el libro es palabras, ideas, descripciones, tal vez más importante aún para Francisco, el libro es la sensación en sí: el objeto encuadernado, sus colores, su tacto y su olor. No era, estaba seguro, sólo importante la metáfora: esa curva verbal que traza casi siempre entre dos puntos – espirituales – el camino más breve, ni el ritmo tan siquiera, sino el objeto real que los recoge y los contiene: el objeto ligatorio, llamárase libro o no.

Se sucedieron imágenes de un cuchitril con tres o cuatro comodines viejos y una minerva negra y grasienta situada en la calle Andrés Pérez con la de Johann Gutenberg en 1455; la que se sería la suya en Jaime Serrano con aquellas dos minervas doble folio que solía ver (siempre y cuando la puerta del muelle estuviera abierta), al pasar de la explanada donde formaba las clases, hasta el edificio donde se encontraban las dos aulas de preparatorio.

También resonaron en sus sienes las ideas de Capra: la forma y el sintagma del lenguaje como un todo integrado hasta llegar a la poesía profunda, no tan solo la visual ni la discursiva.  El universo de Francisco más que interconectado se le aparecía atemporal y sincrónico. “Matemáticamente un bucle de retroalimentación corresponde a una determinada clase de proceso no-lineal conocido como iteración (del latín iterare, repetir), en el que una función opera reiteradamente sobre sí misma.»  lo había dicho Fritjof Capra. Ahora lo entendía en toda su magnitud.

Salió del dormitorio casi sin detenerse a saludar. Debía pasar desapercibido y así lo hizo.  Para poder ver, el poeta debe hacerse invisible.

Una vez en la calle, quiso reconocer el barrio de Sants. Hacía calor y faltaban pocos días para el 18 de julio, fecha gloriosa en la que tenía planeado volver a su Málaga natal; ya nada le detenía en Barcelona.  Las pocas pesetas que ganaba como aprendiz en la imprenta no eran suficientes ni para ayudar con su hospedaje en casa de sus primos y por otro lado, como foráneo en la Ciudad Condal, no se sentía plenamente aceptado. Había decidido volverse.

En el trayecto de regreso de Barcelona a Málaga, nada menos que en bicicleta, había ido quemando etapas, kilómetros y  frustraciones, anhelos y esperanzas, para culminar en la encrucijada que lo llevó a encontrarse por casualidad con su padre Rafael en Madrid. Juntos habían hecho el tramo final hasta Málaga, pero ésta vez en tren y el recuerdo quedaría por siempre en la memoria de ambos.

Dejó la bicicleta y subió los escalones. Margarita lo esperaba con la comida en la mesa. Siempre había sido así, toda una vida;  ella había presenciado su bautizo y parecía increíble que no tantos años después fuera a convertirse en la madre de sus hijos y el alma mater que lo ayudara a publicar El Chorro de los Gaitanes – su primer libro. Juntos levantarían su casa en Ciudad Jardín y ella se proclamaría guardiana de su ego-biblioteca: mil quinientos volúmenes editados y de su autoría.

Los días son todos de papel azul bien cortaditos por la misma tijera sobre el agujero inexistente del Cosmos. El empleo en Correos ayuda pero no permite estudiar.

La necesidad de palabras, tinta y papel es una obsesión y toman protagonismo entonces los sobres, el mail art o arte correo y se mezclan así sobres de todas formas y colores con facturas y certificados urgentes de mal agüero.

Las letras y las frases de sus filósofos y escritores admirados le bailan en la mente y recuerda que debe llegar temprano al taller – que sus profesores no perdonan la tardanza. No obstante, se sigue mostrando en desacuerdo con Arquímedes y se niega a aceptarle que se atreviera a conjeturar que los granos de arena del universo (después de contarlos) eran unos 10 elevado a 63,  más o menos. Tal vez, piensa Francisco, en un juicio o en el quinto círculo confesaré un día (a mucha honra) que soy desnuda carne de pueblo extasiado y generoso que lucha contra el látigo y la genuflexión.

De nada valdrán las antologías, homenajes, diccionarios y otras publicaciones colectivas: el siglo XXI – lo sabe – lo encontrará marchando tan solo como un testimonio de su tiempo, con la rabiosa necesidad de obligarse a comprender las monstruosidades que se cometen a diario; más sin perder los cimientos de su sangre, asumiendo hasta las últimas gotas, la tradición humanística y cultural en la que ha vivido.

Ritual,  Didascalia, Ex Verbis, Selva de Seducciones, El Nudo de la Sierpe… No sabía si eran títulos de obras famosas o conjuros secretos. El chico intentaba entender por qué se empecinaban en rondarle sin descanso la cabeza. Se sintió cansado, no podía abrir los ojos pero quería ver dónde estaba y hacia dónde iba. ¡Amigos! Antonio Romero Hierrezuelo, José Soler Guevara, José Jiménez Soria… Escuchaba sus nombres pero no veía sus rostros. La sensación comenzó a hacérsele intolerable y sintió el miedo del que cae en un abismo oscuro, en un agujero en el tiempo.

Por fin pudo abrir los ojos, oía los latidos enloquecidos de su corazón pero tardó en darse cuenta dónde estaba. Poco a poco reconoció uno a uno los objetos encima de la mesa, levantó la vista y vio su ego-biblioteca. Todos sus libros estaban allí. Buscó el reflejo de su cara en la vitrina con el miedo atroz de reconocerse niño.  Pero no fue así. Ahí estaba la barba, ahí las gafas gruesas aún delante de sus ojos cansados. Dudó entre el alivio de sentirse seguro en casa y el miedo de volver a entregarse al sueño y aparecer en algún otro hexámetro. Entonces, no sin humor ni ironía, decidió no darle importancia. Al fin de cuentas y pese a todo, siempre acababa siendo él: fPV.

Hacia la Una

Dibujo de César Reglero Campos

Relato de Myriam M. Mercader

La gaviota, posada en la proa, se mecía junto con la barca, varada en la orilla, al ritmo de la marea.

Tendida sobre la roca más alta, la mujer leía su libro, mientras el niño jugaba con su perro, un poco más lejos, sobre la arena.

-!Ahí va la pelota! !Cógela! !vamos, ya la tienes! Eso es, buen chico. Aquí, dámela…

Los ladridos del perro festejaban su triunfo mientras corría, meneando la cola, al encuentro del niño. La madre levantó la vista del libro y los miró jugar, sonriendo. Jugaban por una orilla cubierta de finas conchas de colores. Iban y venían detrás de la pelota mientras risas, ladridos y gritos se apagaban o hacían más fuertes columpiados por la distancia y la brisa marina. Después de un rato, cansados y acalorados, ambos se acercaron hasta la roca y el niño preguntó:

  • ¿Nos podemos bañar mamá? Tenemos mucho calor…

La mujer buscó el reloj en el bolso y miró la hora.

Está bien, pero sólo un ratito, ya casi son la una, y todavía tengo la comida por preparar. Debemos irnos en seguida.

Bien! Te prometo que salimos en seguida mamá. ! Vamos!- le dijo al perro- y ambos corrieron hacia la orilla.

¡Con cuidado! – aún gritó la madre, antes de volver a la página interrumpida.

Poco después los ladridos histéricos del perro la apartaron una vez más de su lectura. Los buscó con la mirada entre las olas. Los ladridos eran cada vez más seguidos y estridentes. Fue incapaz de ver a su hijo. El perro desde la orilla, no se daba por vencido. El mar decidido a ignorarlo, brillaba orgulloso con su tesoro.  Se detuvo el aire, el movimiento de las olas. La brisa se trocó en silencio. Los brazos de la madre abrazaron el vacío. Sólo el perro ladraba y ladraba, cada vez más fuerte, en medio de aquel silencio desesperante. El sol de la una seguía su ruta en el azul del cielo.

Marcos se revolvió angustiado sin lograr abrir del todo los ojos. Por fin se incorporó de un salto y miró a su alrededor. Rainer le ladraba contento invitándolo a que le lanzara el palo. El sol estaba alto y no había nubes. Tenía la piel ardiendo. Sin lugar a dudas se había dormido. El sueño había sido espantoso y unas garras invisibles le aprisionaban las entrañas. Sintió alivio al mirar hacia el mar, viéndolo lleno de calidez y colorido en su inocente vaivén. Siempre que se sentía hastiado de la incongruencia irritante de la vida, hallaba la paz frente a aquel mar, con el cual se sentía hermanado. Un alivio que fuera solo un sueño. El olor del mar le penetraba los poros y en sus ojos resplandecían destellos escapados de alguna hoguera lejana; destellos que humeaban en medio del ruido del agua. Imaginó un buque, avanzando lentamente por un océano de fantasía. Se deleitó con la ilusión, cerró por un momento los ojos. Cuando los abrió nuevamente, habían pasado unos minutos y se había levantado una ligera brisa. Su rolex marcaba la una. Recogió sus cosas y le silbó a Rainer para que lo siguiera. Caminaba por la orilla y el agua le bañaba los tobillos. Rainer olfateaba de a ratos, a pesar del disgusto de su amo, alguno de esos exquisitos bocados que la resaca suele esconder en su seno. La brisa se iba convirtiendo en un viento casi frío que despeinaba la cabeza de Marcos al tiempo que hacía remolinos con la arena. Un montón de algas secas y papeles viejos remontó el aire, y vino a chocar con las rodillas del hombre. El viento soplaba de frente y un par de papeles se prendieron a sus piernas, abrazándolas. Uno, un trozo de periódico manchado de alquitrán, siguió su vuelo. El otro, arrugado, se empecinaba. Marcos incapaz de resistirse ante los misterios de manuscrito, lo escudriñó. Era lo que quedaba de una hoja de cuaderno amarillenta por el sol y el agua salada. La tinta estaba desleída y un poco corrida, pero aún pudo leer los versos:

 A veces cuando el viento sopla fuerte 
y el mar enfurecido se remueve
regreso hasta ti y me conmueve
tu esfímero aletear, tu frágil suerte. 

De mi mano solías detenerte
a repetir tus años: sólo nueve.
Varada ya tu barca, el mar la mueve
y yo la miro cuando quiero verte.

Aún cuenta de vos esta gaviota
que en verano, justo hacia la una,
te ve corriendo a la pelota.

Debo confesarte hijo que en tu cuna
muy pronto ha de reír otra carota
haz que en ella también juegue la luna.

Un frio seco le recorrió cada punto del cuerpo, y una súbita ingravidez se apoderó progresivamente de Marcos, hasta dejarlo como suspendido, sin puntos de referencia. En un postrer intento por recuperarse, comenzó a leer una vez más el trozo de papel que seguía inquietantemente apresado entre sus dedos.

La gaviota posada en la proa, se mecía junto con la barca, varada en la orilla, al ritmo de la marea.