
Tobatymbá se muere. Está tendido en su lecho y piensa, recuerda, afiebrado delira.
“Ahaquimañomo” le ha dicho a su mujer Amambai en lengua tupí. Luego para sí en español “Voy a morir.”
Su frente ancha, labrada por los años destaca en una cara huesuda. La cabellera larga, que un día fue rubia y ahora cana, se esparce por la almohada. Tiene el rostro serio y sus ojos, antes de un azul penetrante, se achican mostrando un gris profundo que refleja una vida de pérdida y de sufrimiento. Alrededor se ciñe la sombra silenciosa de la selva, solo las hogueras alumbran las siluetas. La aldea permanece casi dormida. El ñacurutú en la rama, despierta y observa, el urutaú lo secunda. No ha acudido la luna.
Amambai lo cuida sin descanso, y mientras el hombre evoca bajo sus párpados figuras de una larguísima vida y sus ojos enrojecen, Amambai revive las historias contadas una y mil veces por su marido, que de repente, es Herman el niño.
Herman, era hijo de una familia de inmigrantes, que después de mucho rodar, había atravesado el Atlántico para terminar con sus bultos y sus hijos en la Banda Oriental. Venían de tierras frías y lejanas, cargados de tradición y de una férrea religión que había acabado por agobiar al chico.
El muchacho había crecido en un pequeño pueblo del Uruguay, sin embargo, su físico lo delataba y siempre tenía a chicas locales embelesadas por sus rasgos nórdicos. En su adolescencia le había bastado esa popularidad y la moto, que había comprado con los réditos de trabajos que de vez en cuando hacía en algunas de las chacras de los alrededores de Ecilda Paulier.
Cuando los años pasaron, fue a estudiar a Montevideo en una institución agrícola protestante de prestigio, para aprender a llevar la granja de sus padres. Se le daba muy bien, pero Herman necesitaba más aventura, más libertad. O sea, independencia de su familia y de un destino gris en un pueblo pequeño.
“Independencia” pensó Amambai. Con los años Herman, Tobatymbá para su tribu, le había explicado lo que eso significaba para el hombre blanco. En realidad, a ella le costaba digerir el término. ¿No eran ellos independientes tal y como estaban? Siempre lo habían sido. Sin embargo, su marido le había explicado que en Montevideo había una plaza con ese nombre para recordar a todos los habitantes lo difícil que había sido lograr y conservar la independencia. También le había contado que, con el tiempo y la edad, él había razonado que la independencia no se logra fácilmente, siempre dependemos de otros, u otros dependen de nosotros, lo que es otra forma de carecer de independencia. Amambai se reía cuando su marido decía esas cosas. Pero, ahora viéndolo sudar y atenazado por una fiebre feroz, lo miró preocupada.
Tobatymbá se remueve inquieto, el sudor le corre por el rostro y Amambai derrama la que sería su última lágrima. Se iba a dedicar a ayudarlo sin permitirse sentir flaqueza alguna ni darle a su marido otro motivo de sufrimiento.
Esta era la segunda vez que lo veía enfermo en cincuenta años de vida en común. La primera, la vez que apareció flotando en el río. Amambai lo había encontrado cerca, a la deriva, en una vieja canoa. Estaba moribundo y con el rostro muy pálido. Así es que lo habían llamado Tobatymbá – el del rostro blanco. Había corrido como loca en busca de ayuda. Nunca supo con claridad las razones que la habían conmovido tanto. No era la primera vez que un hombre blanco aparecía herido en el poblado, ni tampoco sería la última. Pero, Amambai, por alguna razón se había sentido responsable de aquel hombre tan indefenso. Después de socorrerlo lo había cuidado con desvelo. Por aquellos entonces ella era casi una niña. Habían sido quince días interminables, luchando contra la muerte. Pero, la madre naturaleza lo había protegido y se había salvado. Si, ella lo había cuidado todo ese tiempo y después…después lo había seguido haciendo el resto de su vida.
Amambai toma entre sus manos el rostro húmedo de Tobatymbá y sigue observándolo, mientras vuelve a revivir antiguos episodios olvidados de su larga vida juntos. Algunos eran propios, otros los que él le había contado de su pasado y de la forma en que el destino lo había llevado hasta ella.
Le había contado de Beatriz y de Adorisio, una pareja de amigos que, aunque mayores que él, lo habían acogido durante su juventud en El Chaco argentino al cual, después de sopesarlo mucho, había escapado en busca de aventuras. Herman no había querido enamorarse de Beatriz por respeto a Adorisio, pero se había encontrado incapaz de evitarlo y se había resignado a soportar su desventura de la manera más honrosa, sin dejar traslucir lo que sentía.
Al principio había sido difícil, pero con el tiempo pudo perfeccionar la mentira. Beatriz era muy amable con él y Adorisio lo trataba como a un hijo. Trabajaban juntos en la tienda que tenían en el pueblo, y así los días iban pasando, uno a uno, sin mayores contratiempos.
Cuando Herman se sentía solo, recurría a sus dibujos. Dibujaba casi todo, pero más que nada, le gustaba plasmar la selva cada vez que un papel caía en sus manos. Disfrutaba con el mundo exuberante que lo rodeaba: enredaderas, camalotes, ceibos, mburucuyás, macachines, y sobre todo la sensitiva caibobé. Caibobé, había aprendido, quería decir planta que vive, y sus hojas se pliegan al más mínimo contacto.
Mientras iba dando forma bajo su lápiz a una selva de grafito, se olvidaba de todo, y se transformaba en un inmenso creador omnipotente. Cuánto más infeliz se sentía, más se refugiaba en su selva de papel. Esto sucedía, sobre todo, cuando sentía revivir en él la pasión que le despertaba Beatriz y que, por momentos, volvía y le golpeaba muy fuerte.
Estos sentimientos se los había ido contando a Amambai a lo largo de los primeros años, cuando aún era una niña, cuando ni siguiera él sospechaba el amor que en la muchacha iba suscitando con el tiempo. Amambai se imaginaba a una preciosa rubia, divertida, que sabía del mundo fuera de la aldea y que Herman echaba continuamente de menos.
Un día de cacería, le había contado Tobatymbá, él se había apartado de la pareja para perseguir un gato montés y habiendo fracasado en su intento de cazarlo, había vuelto para sorprender, sin ser oído, a la pareja.
- El pobrecito estará dejándose la sangre en la lucha para poder traerte el trofeo. ¡Juventud, divino tesoro! – había ironizado Adorisio.
Las risas hirientes de Beatriz habían festejado las irónicas palabras de su marido. La decepción de Herman nunca pudo apagar esas risas en su memoria. Y hasta Amambai se había asustado al ver su cara desencajada cuando se lo contaba. Tobatymbá había intentado no darle importancia, pero se sentía demasiado ofendido para perdonar y más dolido aún para olvidar. Así se embarcó en una vida de odio, lucha y culpa de cuyo naufragio tan solo pudo escapar mediante otro aún más grande: cuando Amambai lo encontró casi muerto en el río.
Amambai, sintió gritar desde lejos a su nieto:
- ¡Abuela!
Se giró, y vio que venía cargado con palos y a punto de caerse de bruces en su atropellada carrera, mientras, Tiapug, su perro, luchaba por quitarle el que más le gustaba.
- Muy bien Heçacang, me alegro de que por fin te decidieras a hacer algo útil, en lugar de andar todo el día tras esos pobres animales para cazarlos – le contestó la abuela, y en su voz había un ligero tono de reproche.
El chico, saltó enseguida con la misma respuesta de siempre:
- Paiamoi me dijo que pronto sería un hombre, para ello debo practicar.
- Tu abuelo habla más de la cuenta – fue la respuesta de Amambai.
- ¿Cómo se encuentra el abuelo? preguntó preocupado el chico.
Amambai miró a su nieto y dudó un momento antes de contestar. Heçacang se parecía tanto a su abuelo, que era como estar imaginándoselo de jovenzuelo, cuando aún no lo conocía. El muchacho tenía la misma mirada transparente y azul, y en la tez morena resaltaban sus ojos como dos enormes lunas azules. Tobatymbá y ella habían tenido una sola hija. La habían llamado Toribai – grande alegría – y eso justamente había sido para ellos, una enorme alegría. Había crecido muy feliz y llegada la pubertad, como era tradición en la tribu, se había casado. Poco había tardado en nacer Heçacang, aunque menos había tardado la muerte en llevarse a su hermosa madre y al joven padre.
- Abuela ¿Cómo está? ¿Puedo verlo?
- Mira hapí, hijito- comenzó diciendo Amambai – Ya eres mayor para comprender ciertas cosas. Paiamoi va a morir pronto, tienes que hacerte a la idea y poner de tu parte para darle alivio.
Heçacang guardó silencio un momento y luego dijo:
- Entonces, hay algo que debo hacer enseguida – y girando su cuerpo, se perdió detrás del poblado.
Amambai de pronto se sintió muy triste, se estaba quedando sola.
Los cuentos de su marido, que antes le habían provocado tanto interés, ahora la entristecían.
Aquel último año con los Rodríguez, le había contado Herman, había dibujado como nunca. Se pasaba, también, largas horas en su canoa, aprendiendo de memoria la costa del río para confeccionar el mapa que la pareja le había pedido. A veces ni siquiera llegaba a dibujarla. Se tendía boca arriba en la canoa y se perdía en la inmensidad del cielo, lejos, muy lejos, donde ni siquiera su culpa lo pudiera alcanzar.
Un día, súbitamente, Adorisio y Beatriz tomaron la decisión de trasladar el negocio a Posadas, en la costa del rio Paraná. No le dieron especiales explicaciones a Herman. Solo lo invitaron a acompañarlos, si así lo decidía.
A Herman le agradó la idea de cambiar de aires y accedió a viajar. Sin embargo, una vez en Posadas, el matrimonio no tardó en explicarle los motivos de la brusca mudanza.
- Te necesitamos Herman, tenemos un buen negocio entre manos – le había dicho Adorisio mientras cenaban.
- Usted dirá – había contestado, no sin cierta cautela, el muchacho.
- Antes de explicártelo en detalle, debo saber si estás dispuesto a correr ciertos riesgos a cambio de una buena suma de dinero – continuó Adorisio de manera socarrona, pues creía conocer el sentido aventurero de Herman.
- Diga nomás, no hay riesgo que no corra ante esa propuesta – se apresuró a contestar Herman, aun cuando en realidad no era un hombre al cual el dinero lo moviera tanto como la posibilidad de una nueva emoción.
Así, lo habían iniciado en el negocio del contrabando y, a decir verdad, no con poco éxito. Para él llegó a ser un juego el pasar mercancía, cualquiera que ésta fuera, de un lado al otro de la frontera paraguaya, usando tanto el río, como cualquier otro medio. Se dedicó por completo a una actividad que, no sólo le proporcionaba dinero, sino que lo alejaba del tormento de ver cada día a Beatriz.
Llegado a este punto de sus recuerdos, Amambai recapacitó que, si no hubiera sido por esta faceta ilegal de su marido, nunca se hubiera desprendido de la maliciosa presencia de Beatriz. Herman no le había contado tanto de ella como para hacerse un dibujo completo, pero la imaginaba como una mujer bella, fría y sin alma. Una mujer que, sin amarlo, dejaba que un joven sufriera por ella. Indudablemente, una rival inaccesible.
El que resultaría ser el último viaje por el río lo hicieron juntos: Beatriz, Adorisio, un empleado de confianza de nombre Manuel y el propio Herman. Trasladarían la mercancía por el río hasta el punto acordado, y ahí bastaría con el simple trasbordo de las mercancías a la embarcación del Chato Ruíz, un paraguayo de malas pulgas. Un trabajo limpio, de lo más sencillo.
El río estaba crecido por aquellas fechas, y se podía complicar el gobierno de la embarcación, de ahí la necesidad de más de dos personas para tripularla. Por otra parte, Adorisio y Beatriz aprovecharían el regreso para detenerse a inspeccionar una finca que pensaban adquirir a buen precio con el dinero de la transacción.
Estaban acercándose a un enclave donde el río recibía un par de pequeños afluentes. La corriente era más fuerte y el timón imponía poca resistencia. Se hacía difícil mantener el timón. Adelante, a pocos metros, había un salto de agua no muy grande, apenas un pequeño desnivel. Herman lo conocía pues lo había cruzado varias veces en su canoa, pero nunca con una embarcación de esta envergadura.
Desde ese momento, los recuerdos, le había explicado a Amambai, se le confundían: voces de alerta de Adorisio, una exclamación de Beatriz, el ruido más ensordecedor del agua corriendo a gran velocidad y llevándose con ella como en un gran abrazo al Porvenir II. Mezclado con todo ese ruido, Herman no dejaba de oír las carcajadas perennes de Beatriz.
Después habían dado vueltas enloquecidamente como en un juego del parque de atracciones que había visitado en Montevideo. No había podido hacer nada para evitarlo, ni él ni los demás que se turnaron al timón. En un momento se vio bajo el agua, atontado por el golpe de algún madero. El barco se había partido por la mitad y bajaba, empujado por el caudal del agua, haciéndose trozos. Herman nadó como pudo y llegó a la orilla.
Cuando pasaron unos minutos y empezó a discernir nuevamente, buscó a sus compañeros, primero no vio a nadie. Segundos después, como surgidos de las entrañas del río, aparecieron Beatriz y Adorisio. Luchaban por aferrarse a un trozo de barco que aún flotaba. En aquel momento lo divisaron y le empezaron a gritar por ayuda. Herman, paralizado, no supo qué hacer. Ellos se iban apartando con la corriente y estaban a punto de chocar con unas rocas. Herman se debatía entre la idea de tirarse al agua, con pocas probabilidades de hacer nada por salvarlos, y el ruido aturdidor de las carcajadas de Beatriz que lo paralizaban. Se quedó inmóvil, viéndolos desaparecer corriente abajo.
No recordaba cuanto tiempo se había quedado así, mojado y de pie en la orilla, siguiendo con la mirada el curso de la corriente, como si en algún instante fueran a aparecer esos dos seres que él había dejado morir.
La luna derramaba una luz blanca e iluminaba el agua, cuando, río abajo había encontrado la canoa que el Porvenir II llevaba a bordo, milagrosamente intacta. El fondo estaba cubierto de agua, pero Herman no se había preocupado en achicarla. Se había montado en ella y, como un muerto a la deriva, se había dejado llevar.
Ya nada importaba. Seguramente su espíritu, como había leído en la historia de Egipto, llegaría al Duat (el inframundo) conducido por Anubis ante el tribunal que presidía Osiris y allí, el gran peso de su corazón en la balanza, lo condenaría a ser devorado por los monstruos del río. Sin embargo, nada de eso había sucedido, sino que Amambai lo había encontrado.
En aquel momento, en otro lado de la aldea, Heçacang recordaba las palabras de su abuelo:
- El día que logres cazar al gran gato, serás ya un hombre. Lo suficientemente mayor para que tu abuelo te empiece a contar las cosas que pasan río abajo, en aquellas tierras que dejé olvidadas hace tanto tiempo.
La abuela le había dicho que a Paiamoi le quedaba poco tiempo. Era hora de que ambos cumplieran su promesa. Por eso, Heçacang, sin mirar atrás ni oír las advertencias de Amambai, decidió internarse en la selva, resuelto a no volver sin el enorme gato para su abuelo.
Heçacang no recordaba cuándo había empezado a asociar al gato con el pasado del abuelo. Tal vez los oyera hablar de aquel enorme gato que Paiamoi no había podido matar. Ahora, solo en la selva y en expedición de caza, el muchacho empezó a sentir miedo. El miedo se le confundía con la necesidad de ahogar los pensamientos de inquina hacia gentes que no conocía, pero que intuía le habían hecho daño al abuelo. Sobre todo, los había oído hablar de Beatriz. A veces, cuando el abuelo miraba a Amambai, a él le parecía que veía en su abuela a aquella mujer extranjera que Tobatymbá había amado. En algún momento supo que, si cazaba al gran gato, acabaría con el recuerdo de Beatriz, y se propuso a hacerlo, ni bien cumpliera la edad.
Heçacang tenía el arma preparada, el miedo se había esfumado. El puma también lo había divisado y a su vez preparado para atacar. En aquella posición, con las manos en alto, la cabeza un poco inclinada, listo para disparar, Heçacang percibió un leve sonido. Acostumbrado como estaba a captar el menor ruido, enseguida dedujo que era la maleza resquebrajándose bajo una pisada. Entonces, a la derecha, y casi al borde de su visión, apareció Tobatymbá.
Estaba más viejo que nunca, agotado y febril. El muchacho se sobresaltó, pero no fue el único. El felino pareció deseoso de escapar, como si dos contrincantes le parecieran demasiado. Heçacang debía decidirse de prisa, ahora o nunca. Unas fracciones de segundos y ya fue tarde. El puma veloz, giró y trepó al árbol más próximo, desapareciendo. El chico bajó los brazos, y muy despacio se acercó a su abuelo que era la viva imagen de la muerte. Una vez a su lado, le dijo:
- Si dos hacen una promesa juntos, también podrán deshacerla. ¿No?
- Así es – le contestó su abuelo, mirando detrás del chico, hacia algún punto indefinible, pensando que su nieto era como la selva, inquietante y protector a un tiempo.
- Pues deshagámosla – decidió Heçacang, más que propuso.
Tobatymbá asintió con la cabeza, al tiempo que ambos echaron a andar hacia la aldea. El viejo apoyándose en el muchacho. El chico, casi tan alto como él, lo sostenía con fuerza y cariño. Iba cavilando. No había matado al gato, pero Beatriz ya no los molestaría más; al abuelo porque pronto emprendería el último viaje, y a él porque había pactado deshacerla.
Myriam M. Mercader